jueves, 23 de abril de 2009

Primera etapa - capitulo 2

LA NOSTALGIA DE UNOS PADRES II
QUINTANAR DE LA SIERRA
(1 de septiembre 1923 – 15 de septiembre de 1930)

Era un año histórico en España. Se implanta la Dictadura de D. Miguel Primo de Ribera; pero la verdad es que en mis pocos años, no percibí el aroma, ni los efectos de este hecho. Yo, como he dicho, pegado a las faldas de mi madre y con nosotros el resto ­de la familia arribamos a la "Perla de los ­Pinares”, (nombre poético con que se designa­ a Quintanar). Protocolo oficial; yo, entre ­viaje, idas y venidas por el pueblo, solo recuerdo que al caer la tarde, cogí una "perra" con la pretensión de que quería ir a casa, pero, claro es a la casa de Hontoria. Creo que este fenómeno es tan natural como el día y la noche.

Mi primera época fue de adaptación, que no debió de ser difícil, pese a mis berridos de protesta en la tarde del primer ­día. Por otra parte me parece que he sido muy adaptable en los cambios de ambiente.

Aquí, en Quintanar, habría de pa­sar mi infancia escolar de los 5 a los 12 años o sea mi vida escolar.

Al principio fui con mi madre a la escuela. Todavía recuerdo una broma de mi madre, que a mí me produjo otra perra “de padre y muy señor mío". Debo decir, en honor a la verdad, que he sido bastante llorón, entre muchos de los defectos que tengo. Vivía en Quintanar una familia procedente, también de Hontoria, el padre que ya no vivía había sido Guardia Civil, con quienes nos unía una amistad, por razones de procedencia. Eran varios hermanos y sus nombres se mantienen en mi memoria, a pesar de los años; quizá el carácter bíblico de esa nomenclatura favorezca en este caso mi facultad mnemotécnica, estos eran: Sira, Isaías, Nati, Ismael, Eliseo, David y Ofelia, este era el orden por edad.

Su padre ya he dicho que había fallecido y a la sazón también su madre. Vivían en una casa, Que hace esquina, frente a la iglesia; pues bien, un día mi madre me mostró un retrato y me dijo que era la Virgen ­y que la besase, acto seguido me dijo que era la pequeña Ofelia que era de mi edad y no digo el pataleo que armé, subí a casa que estaba en el mismo edificio de la escuela y no había quien me consolase de aquel "terrible pecado" de haber besado a Ofelia en un cartón. También tengo que aclarar que aquella broma de mi madre, fue verdaderamente insólita, ya que no era capaz. de mentir ni en broma.

Quintanar con sus 2.000 habitantes solo tenía dos escuelas nacionales y ante la exagerada matrícula, e1 Ayuntamiento te­nía una municipal de niños, que descongestionaba la nacional de niños, pero que mi madre seguía con más de 100 niñas. A la Municipal íbamos de 6 a 9 años y esta estaba en la plaza del cuartel. Cuando me tocó por edad, es decir el segundo año, fui a ella y tuve varios maestros: primero al Sr. Ricardo que era un empleado. del Ayuntamiento, a mi propio hermano Lucio y a Dñª. Tomasa Medrano de la familia de los Pirlos. De los dos primeros sé lo que he dicho, Que el primero era un señor del pueblo y que mi hermano ­era mi hermano. Fue Dñª. Tomasa la Que mayor impacto dejase en mí, aunque este recuerdo no fuese muy grato. Yo no sé definir exacta­mente la causa, pero fui mal escolar con ­ella. Quizá la: sensibilidad de un niño no sea un testimonio muy objetivo; pero sus ­castigos se me hacían demasiado duros, por lo que yo no quería ir a escuela ni atado, para mi fue una auténtica tortura aquella ­escolarización. Dª Tomasa era de la edad ­de mi hermano y yo intuía que el alternar entre ellos y sus re sultados, mi imaginación captaba una posible amistad frustrada, qué sé yo, pero me sentía pagano de algo que quizá ni existía. Algunas veces pienso que visto desde hace tantos años, pueda ser una barbaridad lo que estoy relatando, pero si he de ser objetivo y veraz digo lo que en­ aquel momento pensaba y sentía, pese a la poca madurez de discernimiento que podría haber en mi. Si esto lo leyese Dª Tomasa, no tendría inconveniente en pedirle perdón, si hacía falta, pero escrito se quedaría.

Pronto me olvidé de Hontoria y me hice un auténtico quintanariego. El pueblo y sus alrededores era el feudo de mis jue­gos y correrías. Amigos y sobre todo familia eran el todo para mi.

Profesionalmente, encontramos unos compañeros (de mi madre, por supuesto) fenomenales, D. Vicente Martínez, que más adelante, cuando cumpliese los 9 años había ­de ser mi maestro y su esposa Julia Diez personificación ideal de la mujer perfecta que nos narra la Biblia. Vivíamos en el mismo piso sobre las escuelas, ellos en el derecho y nosotros en el izquierdo. Era un matrimonio joven; la madre de D . Julia también se llamaba Felisa y cumplía los años el mismo día que mi madre a la que llevaba un año. Vivían muy bien., pues ambos procedían de familias ricas de Quintanilla Vivar; te­nían una gramola de manivela y muy buenos ­muebles. Antes de ir nosotros habían tenido ­una niña, Julita, que se les murió y a la que no conocimos; estando nosotros tuvieron otros cuatro hijos con los que nos íbamos encariñando como si fuesen hermanitos nuestros.

El primero fue Bernardino Gonzalo, al que yo llevo solo siete años, hoy es Padre Jesuita, investigador de Historia y Profesor de Historia, del Derecho; después fue Julita a la que tanto quería yo, que cuando se la lleva­ran a Madrid a los dos años con una tía y por bastante tiempo cogí una de mis habituales perras, hoy está colocada en Vigo, no se ha casado y atiende a su anciana madre. La ter­cera fue Mª. Enedina a la que apadrinaron mis padres en su bautizo y que murió antes del año, nuevas cataratas de llanto que ni la bondadosa resignación de Dª. Julia podían contener, y la cuarta fue Pili que se hizo religiosa, aunque posteriormente y después ­de 16 años retornase a su vida seglar, Dos ­más habían de completar esta maravillosa familia: Felisa que nació después de marchar ­nosotros y que actualmente lleva una Administración de Lotería en Vigo, también soltera ­y conviviendo con su madre y su hermana Julita, y por último el más joven Juan Antonio, el único casado con una canadiense y ejercien­do su carrera de Ingeniero en Canadá.

Acontecimiento cumbre fue mi Pri­mera Comunión. En la parroquia de San Cristóbal, única en el pueblo, el día 26 de mayo de 1.925, festividad de la Ascensión.

Debió de ser sencilla, como se hacía entonces, sin recordatorios, banquete ni fotografías y con un traje sencillo. La preparación debió de ­ser buena, pues la fe arraigó tan profundamente, que siempre me he considerado un con­vencido católico. Mi madre supo regar esta ­planta y mantener viva la fe.

Respecto a la personalidad e idiosincrasia entre los dos hermanos (Gaudi y yo) había grandes diferencias. Mi hermana había salido a mi padre y yo a mi madre; esto dio ­lugar, siendo dos que esta afinidad se mani­festase por los mismos padres, así yo era el preferido de mi madre y Gaudi lo era de mi ­padre. Sin embargo, creo que ninguna de las partes era motivo de descontento o de celos, sino que por el contrario nos conformábamos con esta situación y la veíamos tan natural. Mi madre rezaba diariamente el Rosario y yo la acompañaba gustosísimo; mi her­mana, si lo hacía, era un poco a la fuerza, y todo era cuestión de la afinidad anterior, posiblemente si el que rezase el rosario fuese mi padre, lo habría hecho con más gusto mi hermana que yo, pero lo cierto es que la circunstancia dada favoreció el desarrollo de mi fe, y quizá debilitó el de Gaudi. Pues bien, yo preparaba altarcitos en cajones con estampas y velitas para el citado rezo. Enseguida fui monaguillo, aunque a decir verdad los latinajos de ayudar me reventaban.

Otras amistades influyentes en la familia eran Marcelino y Tomasa, el Guardia civil y también procedentes de Hontoria. No tenían hijos, pero tenían un sobrino, al que criaron y educaron y con el que yo unía bas­tante bien, aunque era menor que yo, era Goyo y los y los tres vivían en Burgos por la década ­de los sesenta. Otra buena amistad era el ­Sr. Felipe, Guarda Forestal, padre de mi amigo Palmiro, algo mayor que yo. Aquí puedo relatar una curiosa anécdota. Este Sr. Felipe tenía un huerto en la Roza y un día, que había llovido, estaba yo con otros niños, ­haciendo presas en una pequeña acequia, junto al huerto del Sr. Felipe y al hacer nuestra labor con céspedes y con piedras, como ­me saliese mal una y otra vez, nervioso solté una blasfemia, que se me escapaba con bastante frecuencia (injuriaba a la patena), me oyó desde su huerto el Sr. Felipe y en ­forma admirativa y enfadada dijo: ¿Quién es ese? Yo me marché volando. Él sabía quién ­había sido, pero disimuló o al menos eso me pareció a mí. Por la noche yo le preguntaba a mi madre, que si era pecado decir aquello que a mí se me escapaba con tanta facilidad, aclarado el asunto no se me ha vuelto a escapar la blasfemita en cuestión.

Había también algunas amistades ­que se remontaban a tiempos de mi abuelo Dionisio que ejercía "in illo tempore" en Cana­les de la Sierra, cerca de las Viniegras en la Sierra de Cameros de Logroño, como eran la Sra. Elisa, la Sra. Inocencia y la familia­ de los Picholos. Por alguno de los nombres, que aparentemente resulten malsonantes, habrá que tener en cuenta que en Quintanar existían mucho los apodos, Así yo nunca su­pe cómo se llamaba el tío Picholo que, por otra parte, podríamos decir que era un per­sonaje de cierto relieve, además de ser co­merciante era el padre del gran poeta Conrado Blanco que llegó a ser empresario de los teatros madrileños Larra y Goya. Entre estos apodos, podría decir que muchos, a título de curiosidad, aparte del ya citado estaba el tío Cachavitas, el Tío Juanón, el tío Picheles, el Taconeras, el Roñas, el_Chevos, El Chato, los Chapules, etc. ­

No era de extrañar que en un niño, como yo era de acusada sensibilidad y ner­vios a flor de piel, hubiese .dos cosas que­ me afectasen muy especialmente y que influían grandemente en el miedo infantil: las ­muertes espectaculares entre las que recuerdo la de la Sra. María, esposa del tío Picheles tan hinchada en el momento del entierro y dramatizando él la escena desde el balcón de su casa, en el momento del sepelio; otra fue el ahogarse un chico de la escuela en un pozo de las proximidades del pueblo y la tercera fue la muerte de la tía de la Pitu­sa, mujer esta muy llamativa; fue un suicidio que lo consiguió a la tercera intentona en una presa del río Arlanza a lo largo de­ una semana, y que en el entierro iba la citada Pitusa muy llamativa para aquellos tiempos y lugares, otra cosa que me producía verdadero pánico eran los incendios, sobre todo los nocturnos y que debido a la abun­dancia de madera y además de pino sin sangrar que se prodigaba en la construcción y de ahí que los fuegos fuesen harto frecuen­tes en todo tiempo.

Yo adaptado pero sin amistades ­fijas, era una especie de mascota de las chicas mayores que iban con mi madre, me mimaban y para todas era el Felisín.

A consecuencia de los mareos que le daba a mi madre, desde el nacimiento de ­mi hermana, el exceso de matrícula y de lo gastada que estaba la naturaleza de mi ma­dre, hubo de dejar la escuela, con una susti­tución oficial y entonces nos trasladamos a vivir a una casa que nosotros estrenamos en el barrio de El Cerro y casi a la altura de las campanas de la Iglesia. La casa era del Sr. Saulo, para aquellos tiempos era estu­penda en todos los aspectos. Tenía planta ­baja, piso y desván un jardín con 22 ciruelos, un guindo, tres limoncillares, dos groselleros, que nosotros llamábamos parras de uvas de San Juan, la fachada de la casa que daba al jardín estaba repleta de crisante­mos y dos rosales; también había un pozo y dos cobertizos, también en el jardín, uno ­para cuadra de las cabras y el otro un rudimentarísimo servicio del que, dicho sea, casi no hacíamos uso. Recuerdo alguna curiosidad. En verano nos lavábamos en el jardín en una jofaina y un día según salía con la palangana de agua en la mano me enfrenté con una culebra grande y verde que reptaba entre los crisantemos. No hará falta describir mi susto. A los estridentes y sonoros gritos de mi nervioso carácter salió mi padre y con una azada acabó con ella, enton­ces muy ufano y decidido (creo que todavía con miedo) la llevé sobre la azada a las a­fueras del pueblo. También nos gustaba co­mer en verano en el jardín, pero lo que era francamente repugnante era el caer desde los árboles a veces en la mesa, las orugas, bastante grandes, que dieron lugar a prescindir del placer de comer en el jardín. La proximidad a las cuadras de las vacas del ­Sr. Saulo y a sus graneros y pajares; dio lugar a una auténtica plaga de ratas que costó mucho exterminar y no se consiguió ­del todo Y que hubo tiempo que no dejaban ­comer a las cabras. Por otra parte la casa ­tenía dos cocinas, la de abajo era económi­ca que, en aquellos- tiempos se podía consi­derar como el último grito; se daba el caso que, cuando el Ayuntamiento tenía alguna comida especial, llevaban los cuartos de cordero a casa para asarlos. No obstante como todas las cosas tenía sus peligros. La ­noche del 11 de febrero, festividad de la Virgen de Lourdes, de 1.928 pudo ser fatal en nuestra familia El tiempo es frío en la Sierra en esta época, y después de cenar mi hermana y yo nos pusimos a jugar a las damas sobre el fogón de la cocina y para que saliese más calor quitamos las arandelas de la plancha; mi madre después de recoger la mesa se puso a sacar solitarios, mientras ­mi padre escribía una carta. Mi hermana y ­yo nos dormimos placenteramente sobre los baldosines del fogón. Y mi madre dio muestras de mareos, distintos a los que sufría corrientemente. Entonces mi padre se dio cuenta de que él también se sentía molesto y nos llamó a nosotros que, por supuesto, no había ­medio de despertarnos, pronto se percató de que éramos los cuatro víctimas de una asfixia por el gas carbónico que salía libremente ­al estar quitadas las arandelas y que inundó toda la cocina tan fácilmente. Abrió, mi padre, la ventana del jardín y tuvo que acostarnos a los tres, uno por uno. Después­ supimos que aquel mismo invierno ya le había pasado otro día a mi hermano Lucio que estudiando de trasnochado, se dio cuenta a tiempo, salió al portal y allí cayó al sue­lo. El frío del pavimento de, cemento le sirvió para espabilarse. Lo cierto es que pudo suceder lo que no sucedió.

Mi hermano ya había pasado la mi­li, cuando se fue vivíamos en la casa de a­rriba, le había tocado a África; mi madre ­tenía una pena grandísima que se irradiaba en parte, a todos los de la casa. Esta suerte se consideraba un “coco”. El nombre de África en los sorteos de mozos se tenía como la mayor de las desgracias. Hay que te­ner en cuenta que, si bien era cierto, que la guerra había terminado, no era menos cierto, que había sido una lucha larga y sangrienta y las madres, no sin algo de funda­mento, bajo esos efectos de una Contienda tan reciente, pasasen verdadera angustia ­con ese motivo. Lucio se fue el año 25 y regresó a los dos años y medio con la natural alegría del regreso después de aquella mi­li que se nos había hecho eterna. Lucio vi­no si no de rey mago, por lo menos como un paje, trajo cerillas de madera y de colores, otras de cera y con cabeza de dos colores,
a Gaudi le trajo un echarpe, a mi una trom­pa aparte de dulces para todos y distintas clases de tabaco. Entonces, al regreso ya vivíamos en nuestra casa nueva de El Cerro. No tardó mucho en enfrentarse a los libros pa­ra preparar las oposiciones del 28.

Yo iba ya a la escuela de los mayores, a la de D. Vicente Martínez. Física­mente me criaba muy pequeño y quizá por esta razón mi cabeza debía de ser algo desproporcionada, de manera que en las riñas con ­los amigos y hermana me aplicaban el mote de "Cabezón", por otra parte ya hemos dicho la afición de motes y apodos en Quintanar.

Ya he dicho que era muy emotivo, a esto añadiré que de carácter nervioso y tímido. Empezó a vislumbrarse o mejor dicho a manifestarse una nueva tara; la tartamudez, tara ­que, contribuyó a crear en mi un complejo, que más, o menos acentuado, según las épocas y circunstancias me había de durar toda la­ vida. En la Escuela era de los "regulares de Ceuta". Íbamos más de 60. D. Vicente era un gran maestro, quizá no lo suficientemen­te "sargento" para imponer una disciplina a tono con esa matrícula excesiva. Ya se me manifestaba la gran afición a la Geografía, que me ha durado siempre; a los 8 años me­ sabía: los partidos judiciales de las 50 provincias españolas y los mapas eran mi mejor juguete. De los castigos de D. Vicente re­cuerdo uno, el de tres días consecutivos ­sin Comer por la conjugación de los verbos.

A los 12 años ocupaba una mesa biplaza, de ­las tres. que había, (lo demás eran bancos ­corridos con sus grandes mesas de tablón) ­,con otro compañero que también se llamaba ­Félix Olalla que vivía junto a la Cacera, y en honor a la verdad debo de confesar que era más aplicado que yo. Este compañero moriría poco después de la guerra a los 24 años. Otro intranscendente recuerdo escolar, es ­que un día salí a orinar y enredando con u­na botella me corté; es la cicatriz permanente, de la palma derecha de la mano, raíz del índice.

La nueva vecindad la formaban el dueño de la casa, el Sr. Saulo y sus dos hijas Victoria y Ticiana. Tenían unas 10 reses vacunas, tres de ellas para mí, muy populares dos vacas manchegas o pintas: la "Capitana" y la "Catalana" de bastante cuidado pues arremetían con facilidad y un buey man­so, el "Navarro", tan manso, que más de una ­vez me montaron en él las hijas del tio Sau­lo; tenían también cerdos, a los que cocían patatas enteras y también alguna vez entresacábamos las mejores del caldero. Se pelaban con mucha facilidad y con un poco de sal o sin ella constituían una golosina o un man­jar apetecido. También tenían cabras. Aque­lla casa era una verdadera granja dentro del pueblo y como guardián de todo, no podía faltar el "Malalma", que era un perrazo de un rojo claro, con su correspondiente carlanca, y por supuesto que no era de fiar y en cierto modo hacía honor a su nombre; ladraba poco pero… cuidado. Una vez mi hermana Gaudi, confiada en la buena vecindad le acariciaba, se volvió y la mordió en la mano. De estos ­perros había varios en Quintanar y hasta se les preparaba para la lucha en la trasera del Ayuntamiento junto a la antigua ermita de la Veracruz, Que constituía un verdadero espectáculo, sobre todo para los chicos.

Otros buenos vecinos, con los Que­ nos relacionábamos mucho eran Fausto (sastre) y Benita su mujer y sobrina de D. Tomás Gar­cía, Herrero, cura de Narros. Era un matrimo­nio joven. Tuvieron dos hijos, el mayor Er­nesto (Teta) siete años menor que yo y Bea­triz, para los que, sobre todo para Beatriz hice yo de niñera muchas veces Fausto era un entusiasta pescador y debido a la buena vecindad Que nos unía íbamos de vez en cuan­do a pescar a "Cañúcar", con este motivo nos dimos el gusto de cenar con cierta frecuencia cangrejos, peces y hasta ancas de rana.

Benita era hermana de Encarna que tanto estuvo en Narros con su tío y que tenía una voz maravillosa y era el orgullo de D. Tomás. Otra hermana era Claudia, que protagonizó un desgraciado suceso que causó en mí, como en todo Quintanar, grandes y pequeños, un impacto imborrable. Claudia había sido novia de Germán, un carpintero que vivía cerca de la fuente del Cerro, mozo que en mi casa gozaba de buen nombre y que yo también recuerdo con estimación, porque, además, hizo el reclinatorio de mi madre el año 28 y que después tive yo muchos años, como grato recuerdo. Pues bien, estos novios habían "partido las peras", ella había quedado con el fruto de un amor frustrado. En tal situación un día, Claudia pidió a una vecina una hoz para ir a segar un pocode hierba para los conejos. Se cogió el mantón, donde ocultó la hoz y, cambiando de rumbo, se dirigió... (otro día más)

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nací el 24 de febrero de 1918 he muerto en 2009 pero esta historia la escribí yo.